"La mirada de un monstruo"
- davidoq
- 29 oct 2016
- 7 Min. de lectura
Mi mundo no es el que vosotros conocéis. No es en el que hoy os habéis despertado, ni en el que mañana esperáis leer sentados el periódico. Mi mundo es un mundo caótico, un mundo inseguro, un mundo de destrucción.
La víspera de año nuevo de 1916 el rumbo de nuestra historia cambiaria para siempre. Se que a ninguno de vosotros esa fecha le recuerda nada especial, pero para nosotros esa fecha fue el inicio del fin. Me llamo Anna, y debería haber muerto ese día. Yo fui la primera, al menos eso dijo mi abuelo. Mi abuelo. El mejor hombre del mundo. Mi héroe. El entró en aquel edificio por mi. Sin ningún miedo. Sin ningún temor. El arriesgo la vida por mi. Pero empecemos por el principio querido lector… Todavía es pronto para aventurar acontecimientos.
Nací el 21 de septiembre de 1905, cerca de la ciudad de Minsk, actual Bielorrusia. Vivíamos en una pequeña casita mis padres, mi hermano y yo. Era una casa humilde para una familia humilde. Mi padre siempre solía decir que el hombre rico se corrompe con facilidad: “Cariño no hay peor cosa que la sed de un hombre rico, pues esta nunca se sacia. El dinero solo convierte en monstruos a las personas. Pero no te confundas cariño, no son monstruos de apariencia, son monstruos de corazón. Estos te serán más difíciles de reconocer. Por eso debes tener más cuidado con ellos.” Mi padre decía que a estas personas se las reconocía por la mirada. “Una mirada basta para ahondar en los corazones de la gente. Observa atentamente y lo sabrás. ¿Qué ves en los míos?” Veo el océano padre. Veo mi vida. Veo al hombre que me enseñó todo lo que sé. Te veo a ti.
Mi padre no era un hombre de muchas palabras, así que cuando me posaba en sus rodillas y me contaba cualquier cosa, yo atesoraba cada palabra, silaba a silaba. Su voz era dulce y autoritaria. Para mi todo concepto de sabiduría estaba encerrado en aquella boca, bajo aquel prominente bigote, que tantas cosquillas me hacía cuando era pequeña. En esas charlas me enseño que el hombre nace libre y muere esclavo, que la tierra es redonda como una naranja o un melón y que las estrellas podían devolverte al hogar por muy lejos que estuvieses.
Todavía recuerdo cuando se afeito aquel gran bigote. Mi hermanito se echo a llorar. A mi me falto el valor para hacerlo. Ese bigote era ya parte de mi, y el lo había mutilado sin ni siquiera poder despedirme. Hermanito como deseaba llorar como tú. Los dos sabíamos que algo malo estaba a punto de pasar. Esa noche mama y él discutieron. Al día siguiente él ya no estaba. Mi madre no habló más, se quedo sentada en su vieja silla mirando por la ventana, allí esperó.
Mi hermanito enfermó. El medico dijo que tenía que comer. ¿Comer el que? No teníamos comida. Mi madre, no hizo nada. Mi hermanito murió. Mi madre, no hizo nada. “Deberías ir a vivir con tus abuelos. Si tu madre sigue así… No podrás seguir viviendo tú sola.” Que fácil le resultaba decir eso. Mi madre me necesitaba. Si me iba los habría perdido a los tres…
Hermanito porque te fuiste. Eras lo único que me quedaba. Mama sigue esperando a nuestro padre. Esperándolo y esperándolo en la ventana, con sus ojos firmes en el horizonte. Ya no come, ya no llora. El medico me repite una y otra vez que me vaya con los abuelos, que ella pronto estará cuidando de ti en el cielo.
Pero mama todavía tenía un papel que jugar en esta historia. Ella no se quedaría quieta a esperar una muerte que no llegaba, o a un hombre que no volvería. Ella, daría una última cosa de la que hablar. Aquella noche, aquella víspera de año de 1916. Alguien llamó a la puerta. Alguien o algo. Desde lo alto de la escalera no podía verlo. Pero mi madre si lo vio. No habló. Solo se mantuvo ahí de pie. Petrificada. Sin moverse un solo centímetro. Parecía estar perdida. Entonces su mirada cambió, se volvió oscura, negra. ¿Sería esta la mirada de la que hablaba mi padre? Cerró la puerta. Pasó a mi lado como si no me viese. Buscaba algo. “Mama. Mama.” No me escuchaba. “Mama responde…” Me apartó. Su mirada era fría como el hielo. No supe que hacer. Pediría ayuda. La puerta no se habría. “No hay salida cariño. Ahora lo entiendo. Este siempre ha sido nuestro destino. Tuyo y mío. Nunca debí dejar que pasase esto. No temas amor mío. Este último viaje lo haremos juntas.”
Abrió uno de los cajones de la cocina. Sacó una caja de fósforos, la misma en la que yo atesoraba aquellos dos últimos mechones de mi hermanito. Los miró, con la indolencia que los miraría una madre que iba a hacer lo que estaba a punto de hacer y los posó sobre el hogar. Sacó uno de los fósforos de la caja. Lo miro cual arma liberadora de todo mal. “Perdóname. Algún día lo entenderás.” Lo encendió, y suavemente lo dejó caer sobre su vestido. Aquel vestido blanco que había perdido su color de tanto uso. Sentí que el tiempo se ralentizaba, el fósforo ya no caía, parecía haber perdido toda voluntad de hacer daño. Entonces los vi. Vi a mi hermanito. Vi a mi padre, le había vuelto a crecer su bigote. Los dos estaban juntos, esperándonos. “Los ves cariño. Nos esperan. Han venido para que estemos juntos de nuevo.” Y entonces todo empezó a arder. Mi madre inmóvil me dirigió una última mirada. Se alejó caminando hasta el salón prendiendo fuego a medida que cruzaba la estancia. Yo seguía tirada en el suelo. Impotente no sabía que hacer. Empezó a sonar el piano… Un piano que yo ya creía desaparecido, pero que mi madre guardaba celosamente en el sótano. Sonó y sonó mientras todo ardía. Nota a nota el fuego parecía cobrar vida. Podía ver la música en el, sentir la música en el. No tenía miedo. No deseaba huir. Veía mi muerte, podía sentir como se acercaba. Pero nada importaba.
Había aceptado ya mi muerte. La había asumido, cuando tú, abuelo, tú derribaste aquella puerta para sacarme de allí. No temiste mal alguno por ti. Entraste a riesgo de morir y me sacaste. Eras mi caballero andante. Mi héroe de brillante armadura. Aún lo eres. Llegaste para salvarme. Me cogiste aun estando envuelta en llamas y me sacaste de allí. El medico dijo que no había nada que hacer, que moriría. Tú no te apartaste de mi. Te quedaste ahí sentado durante días. Pero no morí. No morí. Seguí viviendo por ti abuelito.
En mi cara había quedado la marca que mi madre me había legado. Una marca que no me dejaste ocultar. “Si tapas tus heridas dirás al mundo que te avergüenzas de ellas, y debes estar orgullosa. Esa el la prueba de que sigues viva cariño. Es la prueba de que aún estas conmigo.” Esa marca aun sigue a mi lado. Nunca más volví a intentar ocultarla.
Recordáis que dije que fui la última. Mi abuelo me lo explico muy bien. De forma que yo lo entendiese. Pero yo no soy mi abuelo, e intentar repetir lo que el me dijo será difícil. Así que intentaré contarlo con mis propias palabras.
Para ello debéis conocer antes la historia de uno de esos monstruos de los que me advirtió mi padre. La historia de un hombre con imagen de santo pero con alma negra.
Se hacía llamar Grigori Yefímovich Rasputín, se las daba de hombre santo, pero en realidad era un demonio. Consiguió ganarse los favores de la zarina Alejandra para así llegar a lo más alto. Sus malas artes perturbaron la estabilidad social, iniciando así el reinado del terror. Nadie parecía libre de su sombra de maldad.
Hubo gentes que vieron venir este mal y decidieron actuar. El príncipe Félix Yusúpov fue el único que tendría éxito. Se decía de el que era inmortal. Que la mano negra de Belcebú lo protegía de todo mal. Pero él no se rendiría. La trampa para cazar a la bestia estaba dispuesta. Invitado por el mismo príncipe a una recepción, Rasputín bebió y comió de suculentos manjares que sus conspiradores habían preparado con esmero y altas dosis de cianuro. Ingirió veneno para matar a un batallón. No murió. Viendo que su plan se postergaba demasiado Yusúpov disparó sobre su corazón. Pero erro al pensar que un monstruo tiene corazón. Los monstruos tienen esa oquedad vacía. Por eso no puedes matarlos disparando a su corazón. Lo dieron por muerto y abandonaron la sala. Pero algo les decía que no había podido ser tan fácil. El príncipe Yusúpov volvió a comprobar el cadáver que ahora se alzaba ante él con su mirada ensangrentada. Huyo de allí para informar de lo ocurrido. Pero a su vuelta Rasputín ya no estaba. Se había escabullido por una puerta trasera que debería haber estado cerrada. Parecía como si lo moviese el mismísimo diablo. Los hombres del príncipe le dieron caza. Demasiado tarde. Pues ya había lanzado una maldición sobre toda la humanidad.
“Llegará un tiempo en que el sol llorará sobre la Tierra y sus lágrimas caerán como chispas de fuego que abrasarán las plantas y quemarán a los hombres.”
Y tras decir esto cayó muerto, esta vez si, para no retornar. Pero su maldición si quedó. Con sus palabras Rasputín desterró al ángel negro. Nos condeno a un mundo sin muerte. Parece un don más que una maldición. Pero la inmortalidad depara mucho sufrimiento. La gente seguía envejeciendo y envejeciendo. Padeciendo los achaques de la edad y el olvido. Yo apenas puedo moverme ya. Solo me queda esperar a que algún día se rompa esta maldición y me reúna con ellos.
Ahora te entiendo madre. Ahora se lo que querías. Aquella noche quien llamo a la puerta era la muerte que venía a advertirte de su partida. Tú solo querías evitarnos esto. Aun oigo aquellas notas del piano por las noches. Aun sueño con que aquel día nos fuimos por fin todos juntos.
Abuelo no puedo culparte por salvarme. Tú aun eres mi héroe. El que entró a salvarme aun a riesgo de su vida.
Comments